Pero es una gracia de Dios el que ese tipo de sueño deban ser constantemente destruido. Para que Dios pueda hacernos conocer la auténtica comunidad cristiana, es necesario que seamos decepcionados, decepcionados por los otros, decepcionados por nosotros mismos.
En su gracia, Dios no nos permite vivir, aparte de algunas semanas, en la Iglesia de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias benévolas y de exaltación piadosas que nos embarga. Ya que Dios no es un Dios de emociones sentimentales, sino un Dios de la verdad. Por eso solamente la comunidad que no teme la decepción que inevitablemente vivirá, siendo consciente de todas sus taras, podrá empezara ser lo que Dios quiere que sea y por medio de la fe, asirse a la promesa que le ha sido dada.
Es mejor para el conjunto de los creyentes, y para el creyente en particular, que esa decepción ocurra lo más pronto posible. Queriendo a toda costa evitarla, pretendiendo agarrase a una imagen quimérica de la Iglesia, que todas maneras « se vendrá abajo », es la manera de construir sobre arena y condenarse, pronto o tarde, al fracaso más rotundo.
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