Gilles Bourquin
Traducción Julian Mellado
En los medios pietistas, el temor de Dios es considerado como un valor espiritual positivo. Implica el respeto, la sumisión, la prudente reserva que se debe observar, en cuanto somos seres pecadores, ante la magnificiencia de Dios. Definido de esta manera, el temor de Dios constituye la versión cristiana de una actitud que encontramos la religiosidad universal. Describe la condición de vasallaje del ser humano frente a lo Último. En ese sentido, me parece infructuoso tratar de abstraernos del asunto.
Se trata en cambio de liberarnos de ciertas formas servilistas del temor de Dios, que ensombrecen la vida espiritual en vez de iluminarla. Encerrarse en una obsesión por el deber religioso es su manera más característica. La Reforma del siglo XVI, y el protestantismo después, se dirigen ante todo contra esa verdadera plaga. Faltar al culto, olvidar la oración cotidiana, dejar de ser austero , hacen que a continuación aparezca la culpabilidad, devaluando la imagen de uno mismo. La espiritualidad entonces cae en una trampa, la de la monotonía obligatoria. No estamos cuestionando ni el culto o la oración en sí mismos, sino nuestra relación subjetiva con ellos.
Otro aspecto desagradable del temor de Dios consiste en la inquietud que esa idea sugiere. La culpabilidad es acompañada del juicio y el juicio da lugar al miedo. Además está esa espiral del fracaso que nunca nos deja. Para poder salir de todo ello, debemos tratrar de ver la espiritualidad a partir de la convincción de que Dios acepta nuestras insuficiencias.
El verdadero temor de Dios consiste en el reconocimiento de su gracia y no en nuestro propios méritos. Más allá de las complejidades de nuestra personalidad, el impulso creador nos lleva a un camino abierto.
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