En primer lugar está la aparición del diablo. Lucas no nos dice gran cosa sobre ello como si quisiera de entrada impedir toda especulación demonológica ( de una manera sabia), pero constatando la real existencia del mal que de una forma coherente es personificada en el relato.
En efecto, un evangelio es una narración y la narración supone la existencia de unos personajes. Después, el lector se ve confrontado a una serie de desplazamientos instantáneos hacia lugares muy particulares: la cima de una montaña o el pináculo del templo de Jerusalén.
Ciertamente la narración supone que ha habido algún tipo de movimiento, pero esa manera de desplazarse cuasi mágica se topa con nuestra razón y hace que el relato derive definitivamente hacia lo irreal. ¡Y eso sin contar con el duelo a base versículos bíblicos al que se entregan Jesús y el diablo! ¡Ni que fuera un duelo de brujos a base de fórmulas mágicas al estilo de Harry Potter! Decididamente los códigos culturales que impregnan los relatos bíblicos ya no son los nuestros y es necesario tener paciencia y un conocimiento apropiado para poder afrontar esa dificultad.
Pero junto a ese extrañamiento debido a los códigos culturales tan diferentes, surge en cambio otro elemento sorprendente que no aparece a simple vista, que supone una visión del conjunto de los relatos evangélicos y que nos interpela, más allá de nuestra razón, en un plano espiritual.
Pour faire un don, suivez ce lien