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Una hora de Gracia

Tardamos casi dos horas en llegar. Le esperé fuera mientras realizaba su visita, que duró apenas una hora, y después volvimos a Kamakura;

Cayó la noche en la ciudad balneario. Durante el camino me confesó que esa dama, una antigua feligresa, había perdido mucho con el paso de los años.

Casi nadie la conocía y ella misma ya no se acordaba de nada, ni siquiera quién era mi amigo. Pero esto no parecía molestarle. El seguía con sus visitas, como siempre lo había hecho. Era insensato, era maravilloso, era el Evangelio. Raramente he recibido un testimonio tan bello de lo que llamamos la gracia;

esa palabra tan trillada del léxico protestante que acaba por no decir nada. Esas visitas tan costosas en tiempo, por de una mujer de edad tan avanzada, encerrada en el presente de esa habitación sin memoria, nos recuerda el valor inmemorial de la noción de gratuidad que reside en el corazón del Evangelio.

Lo que nombramos, aún en la Iglesia, como rentabilidad, eficacia, búsqueda de sentido, construcción de uno mismo, todo eso desaparece. En el corazón del olvido total, todo se vuelve gracia. No quedaba más que el consuelo de una presencia apacible, ofrecida por nada, para la gloria de Dios solamente.

Ese pastor era el único, el último que quedaba en preocuparse por esa vieja señora. Es en esos casos que la fe en Dios se vuelve tan preciosa y muestra su nobleza, en ese desinterés que beneficia a todos los olvidados del mundo.

Ya nada cuenta entonces: ni el tiempo que pasa, ni el tiempo perdido, solamente cuenta esa pequeña hora donde todo es gracia.

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